Héctor Giuliano (1947, Murazzano, Italia) publicó algunos textos en la Revista de poesía, dirigida por Juan Carlos Martini Real y otros en 65 poetas por la vida y por la libertad auspiciada por la Abuelas de Plaza de Mayo. Lo sigo en las redes sociales desde hace un buen tiempo y desde ahí testifico cómo Héctor, quizá sin saberlo, ha publicado más de un libro entre post y post. ¿Podría llamarse Parte diario?

—Yo nací en Italia —me confiesa — y mis relaciones con ella son de amor y odio. Mis lazos tienen más que ver con lo argentino. Sí hubo algo que me tocó de cerca: fue la pérdida del dialecto que hablábamos en casa, el piamontés. Se fueron muriendo mis padres, con mi hermano apenas nos vemos (vivimos geográficamente muy distantes) y de a poco ese fluir se fue opacando

Yo no me considero ni poeta ni narrador ni nada que se le parezca. Escribo sobre lo que se me ocurre, sin pretensiones ni esperanzas. Vuelco mis fuerzas en trabajos de albañilería, pintura, jardinería y oficios varios. De todos modos, no nos podemos partir por el medio y debemos soportar aquello que alguna vez elegimos. 

PARTE DIARIO


Hay quienes

se mean
para que les
digan doctor,
licenciado,
ingeniero,
técnico,
o gerente
de banco,
señor de las aves
y las nubes,
quien
se revuelca
en sus escritos
y poemas
y boludeces
y clama
por un alcahuete
con culo rosa
y boca dispuesta;
hay quienes
cuentan
y un auditorio se duerme
y en otro
bostezan,
¡vafanculo
con todos!
Le rasco
el lomo
a mi perro
mientras
la seda del ocaso
va lamiendo la quebrada
y mi corazón
goza
del fino aire
y los grillos
me recuerdan
cuanta ceniza
hay en esta tierra
y cuanto polvo
celoso.



Nada queda
del pasado:
ese muñecote
sin brazo
que Eva
acunó
hasta los quince,
el camioncito
de madera
que me claveteó
y encoló el Nono,
la pelota de trapo,
un juego de ludo
escaso de fichas,
esta navaja mocha
que cambiaría
el mundo
y apenas
corta un flan,
los perros
que nos dieron risa en la desgracia.
Nada queda
de las viñas y los caballos,
los alfalfares
y ese olor
cuando apenas segados,
la libertad en los callejones
y las pedradas,
las zambullidas
en los canales,
las siestas
que nos volaban
la cabeza,
el sol que creíamos cuyano
y era de todos,
los cerros amarillos
que nos encerraban
inexpugnables,
esos terrores fascinantes
de una gran ciudad
que llamaba
entre quebradas,
y el Sputnik del 57
que orbitaba la Tierra
y nos engolosinaba
a las nueve de la noche,
las esperanzas
y su placebo contiguo.
y tantas cosas
que es al pedo
escribirlas aquí.
Nada queda
hoy,
sino esta larga enfermedad
que muestra los dientes
y es presente
y futuro cantado.


Mi viejo
desconocía
la razón áurea,
el número uno seguido
de seis decimales,
esa delirante idea
de que las paralelas
se hostigan
en el espacio,
los cuatro dedos
que hacen
un codo
y los setecientos ochenta
codos
hacen a la mar profunda,
el esqueleto
que duda del peregrinar
amoroso,
que Dante dio por cierto,
y debe serlo
si lo dijo él.

Mi viejo
desconocía
el corazón
que amaña
el engaño sensual
y el error
que trasciende
tras la cólera
y el extraví
causado por el hombre sulla terra.
Cuando se le dio por concurrir
a la biblioteca comunal
para desburrarse,
ese viernes mustio
como mercado de esclavos,
lo agarró la guerra
y se lo llevó
a la manera
de un pulpo goloso
que se desembolsa,
embrolla un papel
y lo mete en una urna
donde llamean catástrofes
y se refocilan los peores eolos.
Durante su afectuosísima
permanencia
en un campo de trabajos forzado
en la verde Germania,
no tuvo noticias
de Bach o Beethoven,
menos que menos
de Schiller o Goethe
y apenas pudo respirar
un poco de vida
a través de un ventanuco
en aquella fábrica de caucho
que le cegó un ojo,
le ahumó los pulmones,
lo convirtió
en pingajo hipocalórico,
le dobló las lumbares
y le borró el alma
de un dedazo
para siempre.
Esto fue desde 1943
hasta muy mediados del 45,
preludiando
la Era de Acuario.