- AZUL CASI TRANSPARENTE
Hasta esa tarde, poco antes de mi primera incursión en el Coloso del José Díaz, estábamos en el balcón de la casa, él siempre había tenido consigo la respuesta justa. Yo era un niño «troppo impaziente» tal vez por no haber comprendido del todo la dimensión de la realidad que me había tocado en suerte.Si él, en el preciso momento en que me inquietaba una interrogante ignoraba la respuesta, eso no me afligía: tarde o temprano encontraría la solución para tal o cual dilema haciendo gala de una serenidad que, a todas luces, contrastaba con mi febril estado de ansiedad. Por esa razón en aquella oportunidad me sorprendió tanto su reacción.
Sólo le había preguntado: «¿nonno, cos’è un ‘hincha’» ?, y él, con una indignación que no creí fuera capaz de experimentar, estalló advirtiéndome de forma tajante: «mai come quei gobbi della Fiat».
Así, mientras apostados en el balcón, observábamos a grupos dispersos de hinchas de los clásicos rivales del fútbol peruano quienes deambulaban en los alrededores del estadio, supe que el nonno era un granata y que si, en ese momento, hubiésemos estado en medio de las graderías del Stadio Comunale de Torino mientras se jugaba el Derby della Mole, él no habría dudado en enfrentarse a cualquier tifoso de la Vecchia Signora que osara mofarse de lo que significó la Tragedia de Superga en la historia del fútbol mundial.Hasta ese fatídico día, el 4 de mayo 1949, pues el nonno ya se encontraba en el Perú, probablemente siguió con admiración la seguidilla de 93 partidos en los que su equipo se mantuvo invicto.
El Torino había ganado 5 scudetti consecutivos y, gracias a su aporte, los de la selección azzurra aparecían como los favoritos para ganar el Mundial que se disputaría en Brasil en 1950. Todo esto cambió de pronto. El avión que trasladaba al plantel de Il Toro desde Lisboa después de jugar un partido de exhibición con el Benfica colapsó: se estrelló contra el muro de contención en la parte posterior de la Basílica de Superga. Murieron 31 personas, incluyendo 18 jugadores empleados del club, periodistas y la tripulación del avión .
El nonno era un hincha, y yo no encontraba el modo de serlo.
«Ser hincha» era algo natural a la cultura de la casa, de ahí mi preocupación. O «encontraba un equipo» o, en el peor de los casos, y con la debida resignación, renunciaba a esa «enfermedad juvenil que dura toda la vida» .
Si bien coincido con la defensa de los aficionados que hace Simon Critchley en su libro En qué pensamos cuando pensamos en fútbol, no creo que los hinchas sean irracionales fanáticos del juego.
Pese a ello nunca simpaticé del todo con las huestes de los clásicos rivales del fútbol peruano. Unos, debido a la popularidad de su equipo, daban por sentado que el resto de los mortales compartía el mismo fervor; otros, de acuerdo a lo que les dictaba su tradición, tampoco conseguían comprender que alguien no fuera partícipe de tal «gloria» y, debido a ello, buscaban «convertirlo» con la misma convicción de un pastor evangélico. Lo curioso es que, en ambos casos, hablamos de personas tan convencidas de su fervor que parecen «dispuestas a partirle la cabeza al hincha de la provincia limítrofe» .
En el colegio comprendí que el hinchaje constituía nuestra primera elección ciudadana.
Ser «hincha» es algo que no se elige, se padece.
Definir tal sentimiento es prácticamente imposible.
Escribo esto y recuerdo la imagen de Paolo Sorrentino agradeciendo a sus grandes inspiradores: Fellini, Talking Heads, Scorsese y Maradona; inmediatamente evoco la imagen de un grupo de tifosi suplicando por la piadosa intervención de San Gennaro y así alzarse con la victoria; aquella otra de los seguidores del West Ham cantando su himno I’m forever blowing bubbles, como un tributo a sus fracasos ; la de la peregrinación expiatoria de los fanáticos del Marsella dirigiéndose rumbo a Notre Dame de la Garde antes de un partido importante.
¿Estos patrones de conducta, irracionales o no, son suficientes para reunir las pruebas exigidas y aventurarse a una probable definición? Pues no, particularmente pienso que cualquier intento perdería crédito sólo si consideramos la famosa fotografía del vendedor de amuletos que puso en su stand a la entrada del estadio San Paolo: Non è vero ma ci crediamo, y eso ocurre porque el sentir del hincha es tan metafísico que sólo podría comprenderse considerando la ilusión de éxtasis experimentada por el devoto de algún culto religioso. Ya estaba a punto de reírme de todos ellos. Pensé incluso en citar algún pasaje del libro Historia de la estupidez humana de Paul Tabori, título que siempre me acompaña, hasta que me descubrí sin la autoridad moral para hacerlo: cuando veo un partido de fútbol en alguno de los televisores que hay en la casa elijo aquél donde mi equipo obtuvo su última victoria. Es un ritual. Otro: ese día no dicto clases, eso me «desconcentra». Tampoco abro la puerta: las visitas pueden interferir con la suerte. Las brujas no existen, pero vuelan. Como decía, es imposible definir a un hincha, ¿el nonno lo habría creído así? Si Heidegger llegó a creer que la genialidad no sólo estaba en el pensamiento, sino que se manifestaba también en la vida diaria, «en la belleza de unos ojos, en un poema, o en un pase preciso del futbolista Beckenbauer », ¿por qué no?
En Lima siempre vivimos cerca del estadio en la época en que los constantes fracasos de la sele nos hacían pensar en el gramado del José Díaz como si se tratara del campo de concentración de Sachsenhausen, recinto en el que también se llegaron a disputar ligas con equipos formados según la procedencia de los prisioneros.
Hoy en Arequipa también vivo a pocas cuadras del Estadio Monumental de la UNSA, tanto que desde casa puedo oír las distintas reacciones del respetable. No me hace falta encender la tele para enterarme del score del match. Me bastan las distintas reacciones que se van suscitando en el respetable para interpretar un probable resultado. Debido a esta involuntaria vecindad, para mí el fútbol siempre estuvo y estará ligado tanto a la infancia como a los recuerdos del barrio. A mí me toco experimentarlo como una vivencia local, no como un espectáculo global. Significó un evento del cual disfruto incluso sabiendo que el valor de nuestros jugadores en Transfermak podría ser equivalente al índice de aprobación del Congreso. Pero no, no pretendo perderme en un esforzado encomio sobre el fulbo peruano, esa institución mitológica construida sobre la base de una narrativa fraudulenta, con episodios tan memorables como aquel del triunfo de la selección peruana sobre Austria en los JJ.OO. del 36, un hecho que provocó la ira de Adolfo Hitler, a quien le parecía inconcebible la derrota aria, cuando en realidad, y esto ya nos lo demostró Luis Carlos Arias Schreiber, el seleccionado austriaco era un apenas un combinado entusiasta de jugadores amateurs. Con esto quiero decir que sé muy bien desde dónde hablo y, por ende, no requiero del auxilio ilustrativo de algún fan confeso de la Champions. Mi fútbol es de barrio. No vengan a contarme las últimas proezas de Erling Haaland o algo con respecto al incierto destino de Cristiano Ronaldo.
El fútbol, sea cual sea, es un acontecimiento, en la medida que: “emerge una verdad no considerada por el saber de la situación misma ”, y es, al mismo tiempo, una experiencia, pues, desde una perspectiva platónica, no sale del ámbito de lo discutible, y también un simulacro, pues, como anota Fernando Mires , es un acto de representación simbólica: la más parecida a una batalla campal, en tanto crea, va creando, distintos contenidos comunitarios, los mismos que, desde niño, me permitieron experimentar la idea de una verdad identitaria como también una vivencia cohesionadora ante una comunidad que, a veces, existía sólo durante un ritual de 90’ de juego.
Meses después del confuso incidente del balcón fui por primera vez al estadio. No con el nonno, tal como lo había imaginado. Permítanme recordarlo, fue gracias a la insistencia de Manuel Espinoza, un propagandista médico quien también ejercía de bombero voluntario en la Estación Magdalena 36. Tal vivencia significó para mí la posibilidad de pertenecer a algo, mientras que afuera ese sentimiento habitualmente me resultaba esquivo (por ejemplo, en función del concepto país); discutible (en lo que concierne a la fe) o cuestionador (frente al concepto de familia). Con el tiempo, esa sensación fue renovándose (primero, cada domingo en el Nacional a las 3 y 30, después en el Gallardo, a las 11:00 am), sea cual fuere el resultado del encuentro, cerca de la gloria, como ocurrió en el subcampeonato de la Copa Libertadores de 1997, o viendo en peligro la permanencia de mi equipo en la máxima división, como en el 2007.
Pese a las lamentables circunstancias que padece actualmente el club, y de la cuales todos somos responsables, soy hincha confeso del Sporting Cristal desde 1974. Pertenezco a una de las primeras promociones que se forjaron libres de la prehistoria del Tabaco — nunca confié del todo en las glorias pasadas. ¿Cómo ocurrió? No lo sé.
En el primer partido que pude ver en el estadio dicho equipo venció al Municipal por la mínima diferencia, lo recuerdo bien.Lo que no consigo explicarme es cómo esa contingencia (la de, en este caso, ver el triunfo de un equipo) se transformó en una necesidad (la de volver a verlo, «ojalá gane») y luego en una identificación y ser de ese equipo («qué duda, hoy ganaremos»)
El futbol nos une y nos separa.
El hecho es que hoy, casi medio siglo después, si hay algo que extraño de Lima, es poder acompañar a mi equipo, y alentarlo.
El hincha, por sobre todas las cosas, es fiel. En mi caso diversas circunstancias obraron de manera tal que debo resignarme a verlo a través de la pantalla creyendo que puedo ser escuchado mientras grito dando las indicaciones del caso, poniendo en práctica lo poco que aprendí en un improvisado curso por correspondencia en la ESEFUL, tal vez reclamando por los cambios que sé, lo sé bien, tendrían que darse, pero no se darán. Es fútbol.
Uno no sale a «buscar un equipo».
El equipo te encuentra.
Así, en esos lejanos años de los 70s, cuando el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas inició el proceso de profesionalización del fútbol peruano, desde el subcampeonato de la Copa Libertadores de 1972 , si es que se trataba de fútbol, qué duda, Universitario era el equipo, Alianza su antagonista, pero había también otros que destacaban, ese fue el caso del Defensor Lima, un club que, a través de la gestión del Grupo Banchero, consiguió disputar una Semifinal en la Copa Libertadores. El Defensor Lima había contratado a la base del equipo de la selección peruana.
Mientras tanto el Cristal, que ya había protagonizado momentos históricos -como aquel de la batalla campal en la Bombonera , y esto muy al margen del eslogan de «el equipo que nació campeón», aparecía ante los ojos del público como un proyecto emergente liderado por los propietarios de la cervecería peruana Backus & Johnston gracias al denodado esfuerzo del matrimonio Bentín-Grande.
Cristal era un equipo joven, casi era mi contemporáneo.
En casa corrían las apuestas. Por alguna razón, especialmente mi padre, imaginaron que yo fidelizaría o con la “U”, así lo presagiaba la moda impuesta por los medios masivos, o, tal vez, con el Defensor Lima, debido al color que lucían sus sedas, rindiendo homenaje a los cracks caídos en la Tragedia de Superga, tal como se ilusionaba el nonno. No fue así. Cuando vi cómo el Sporting Cristal fue derrotado por el team de los carasucias pude sentir la amargura de un niño que a media noche, llora de hambre, desvelado.
Nunca conseguí explicármelo.
Años después cuando alguien, por fin, me preguntó — con un tono que me hizo recodar algo del acento de mi propio candor en aquel episodio del balcón — ¿por qué el Cristal? me creí capaz de reconocer el origen de la enfermedad tan bien descrita por Pasolini de la forma más simple y concisa: por el color, dije apenas.
Me explico: existen alrededor de cien tonos distintos de azul, en el fútbol yo tenía muy presentes tanto el azul característico de la azzurra como aquel otro que se lucía en la camiseta del equipo del colegio, pero, así como el pintor neodadaísta Yves Klein elaboró una tonalidad particular de azul, el cual utilizó en la composición de sus obras, el mío — se darán cuenta: me fascina irremediablemente el azul — estaba impreso en ese uniforme.
Después conocería algo de la historia del club.
La historia, tal como nos lo advierte Agamben , no es sólo una sucesión procesual de acontecimientos, es el hábitat fundamental de toda expresión de humanidad: en ella la experiencia misma de la vida se formula.
El Sporting Cristal, a pesar de todo, hasta hoy es (un poco) mi hábitat, y también la experiencia con la que soy capaz de sentirme representado.
Cada quien es hincha de la única forma que puede serlo, pero, a pesar de esto, cuando somos la hinchada, todos sin excepción renunciamos a la noción particular de identidad concebida en nuestra propia historia. No importan nuestras vicisitudes biográficas, la edad o el oficio que desempeñemos, aparecemos, desde una perspectiva estrictamente sensorial, como una entidad anónima:
Las hinchadas se perciben a sí mismas como el único custodio de la identidad; como el único actor que no produce ganancias económicas, pero que produce ganancias simbólicas y pasionales; frente a la maximización del beneficio monetario, las hinchadas sólo pueden proponer la defensa de su beneficio de pasiones, de su producción de sentimientos ‘puros’. Nuestra representación, el team, comprendido como una identidad colectiva, tiene consigo la responsabilidad de poner en juego, y de mantener vivas, esas historias: las de cada uno de nosotros, sus hinchas.
He dicho team como unidad, pero también como exigencia. Por ejemplo, durante 90’el 10 no sólo es el jugador quien aparece en el campo de juego, encarna a todos los jugadores que alguna vez llevaron ese número en el dorsal (desde Julio César Uribe hasta Carlos Zunino, ¿o fue ‘Vides’ Mosquera?)
Así, llevar la 10 posee un valor óntico. El juego del 10 de turno no tendría que darse "como si" se tratara del de algunos de los 10 que alguna vez le precedieron. No se trata sólo de Sheput ni del Chorri Palacios, es sólo el 10, y ante los ojos de la hinchada aparece "transfigurado". Su exigencia radica en demostrar por qué “la pelota (va) siempre al 10” como reza un viejo refrán. Lo mismo ocurre con cada uno de los números que integran la nómina. Cada uno aparece con una particular carga simbólica. El jugador, cual fuere, forma parte de un personaje, reconocible por el número, no es sólo un individuo.
Si las actuaciones de alguno que ostenta un número poco habitual debido a su calidad de juego repercuten de forma determinante, por ejemplo, en el logro de un campeonato, lo que ocurre es que el número en cuestión es incorporado en el imaginario -pienso, sin ir muy lejos, en el 27 de Carlos Lobatón. Ante el hincha se revela un héroe, y para la historia del club una nueva significación.Si cada número representa a un personaje convendría recordar que ellos “no actúan para imitar los caracteres, sino que remiten los caracteres a causa de las acciones” , aun cuando los sucesos resulten contrarios a la voluntad de ese “héroe”. Desde el Mundial de Suecia del 58 cada número esconde una historia. Y es también una máscara.
Me perdonarán, yo estaba hablando del color.
Cuando Vasili Vasílievich Kandinsky pintó Der Blaue Reiter lo hizo totalmente convencido de que cuanto más profundo fuera el azul que aparecía en el lienzo más invitaba al que lo contemplara a pensar en el infinito.
Yo ya no consigo recordar si la frase que dije “por el color”, si bien respondía a algo real se trató de una confesión o fue apenas una mentira blanca con tal de apresurar el paso.
Debido a mi condición de hombre de letras (aborrezco esa denominación, tanto como los poemas de fútbol —salvo uno de Blanca Varela— o como cuando alguien me llama “poeta”) hasta hoy me ha resultado imposible exorcizar el fantasma del viejo Borges arguyendo alguna de sus abominables diatribas en contra del fútbol. Justo acabo de recordar aquella en la que afirma que «el fútbol es popular porque la estupidez es popular» cuando, en realidad, tal vez, la verdadera estupidez consista en creer que el fútbol no sólo es aburrido, sino que ocurre exclusivamente en un gramado de juego e implica sólo a 22 jugadores.
El fútbol va más allá. Y no hablo de los diferentes tipos de “violencia” que lo contaminan (“en 1888 hubo 23 jugadores muertos, 30 piernas fracturadas, 9 brazos rotos, 11 clavículas partidas y 27 lesiones de diversa consideración. En 1889 fueron 22 los muertos, y 138 los heridos y un año después la cifra de fallecidos fue de 26 y la de heridos 150" )
Pienso en la Navidad de 1914, en la Primera Guerra Mundial, en el momento en el que los soldados alemanes e ingleses decidieron un cese a la guerra para jugar futbol y cantar villancicos; en Didier Drogbá, de rodillas junto a sus compañeros en el camerino de la selección de Costa de Marfil pidiendo el cese de la Guerra Civil que dividía a su país desde 2002 después de haber clasificado al Mundial de Alemania 2006; en la convicción de Mandela al afirmar que Sudáfrica contaba con los recursos necesarios y el respaldo internacional para ser la sede de esa justa deportiva; en los niños de la pequeña aldea flotante de Koh Panyee juntando restos de barcos y viejas tablas de madera arrastradas por el oleaje para construir un campo de fútbol flotante en el mar de Andamán; en una hinchada que, incluso antes del pitazo inicial, arrojó peluches hacia la grada en la que se encontraba un grupo de niños que había recibido el alta del hospital de Róterdam.
Ribeyro lo dijo muy bien: quien no ha sentido la tristeza en el fútbol, no sabe nada de la tristeza.
Publicado: 2025-07-23
El Sporting Cristal vive uno de los momentos más vergonzantes de su historia. Sea por el pésimo manejo dirigencial entrampado en un evidente conflicto de intereses el cual incluso va en desmedro de lo que significa su «escudo». Esta deplorable situación, una que un verdadero hincha no merecería, fue la que motivó rescate una crónica escrita para un libro que nunca apareció. Tema no es el Cristal, sí, y cómo pese a la situación actual. El fútbol o el fulbo, si pensamos en nuestra realidad, contra todo lo que se dice y piensa, aún responde al mismo espíritu que hizo que, alguna vez, cualquiera de nosotros pateé el balón en una pista pensando que el gol que pudo haber conquistado constituyó el inicio de una carrera que, antes de ser escrita, estaba destinada a la gloria. El fútbol es así.
Escrito por
Maurizio Medo
DILEMAS MÉDICOS